Iba a comenzar la entrada de hoy con una historia que me contaba una de mis primas que siempre me gustó mucho. Pero dada cierta situación extraordinaria dejaré ese cuento para otro momento. La situación es esta: A. me contó que uno de sus amigos se cayó de un sexto piso (¿o fue de un séptimo?) mientras estaba en una fiesta bebiendo. Esa historia me dejó abrumada. El muchacho, que sólo he visto un par de veces, está en un hospital y no se ha despertado del coma, tiene un coágulo de sangre en el cerebro y por alguna razón pienso que se va a morir. Dirán ustedes que qué me importa a mí un muchacho al que conozco de "hola y chao", pero, aunque no logro entenderlo por completo, me importa. Me importa porque un día estás normal en tu casa y te provoca salir a beber con tus amigos y terminas aplastado contra el pavimento sin saber si vas a salir vivo o no de eso. Me preocupa nuestra fragilidad (y que me disculpe A. que, aunque siempre intenta estar serio e impávido, yo sé que estas cosas le afectan un montón), esa ignorancia en la que nos movemos hacia la muerte. Sí, imagino que es un poco egoísta, pensar en que alguien está al borde de la muerte y únicamente sentir pavor por uno mismo. Además, ¿no hay un montón de gente que está muriendo justo en este momento (y de forma irremediable)? La muerte impregna cada uno de los resquicios de nuestras vidas: caminamos por una acera y vemos un montón de frutos de un árbol (al que no se le sabe el nombre) a medio podrir, hinchados y abiertos por un costado, en diferente estados de descomposición, algunos recién caídos, tan lozanos que podrían decir (si pudieran hablar) "estoy vivo, estoy bien" cuando ya la muerte los tiene en sus garras y otros tan deformes que da pena verlos; también cuando vamos en un carro (o caminando nuevamente) y nos pega un olor de animal muerto (y nos lo imaginamos hinchado y tieso, ese perro o gato que antes era tan bello y se movía y creíamos eterno), un olor rancio y penetrante ante el cual solo alcanzamos a decir "foooooo" y ya, lo olvidamos, quizás pensemos un poco el la molestia de un animal muerto, en la grima que nos produce, pero nunca pensamos que toda esa repulsión viene del hecho de que el cuerpo sabe que también terminará igual, sabe que nuestra única seguridad es la muerte.
Siento haber comenzado con estas cosas pero, como les dije, estoy abrumada. De pequeña, mi madre veía unos programas terribles en la televisión, en los que los niños morían de cáncer y se hacían sus propias tumbas "como un juego". Sigo sin entender cómo mi madre me dejaba ver eso. Recuerdo a mi padre entrar con su pose un poco encorvada y esa cara de melancolía que siempre me exaspera, gritando (y era tan raro verlo gritar) "¡por qué dejas que la niña vea esas cosas!" y ella se reía socarrona y decía "ay, ya, vale, cálmate, es sólo un programa". Pero yo ya estaba marcada, ya había conocido el terror de la muerte. Por ese tiempo visitábamos a la hija mayor de mi madre en el hospital. Acababa de tener su primera hija y le salió con mal de Cushing. Pasábamos largo rato (siempre de noche) en la sala de espera de las emergencias y yo no entendía muy bien qué sucedía, sólo que era una niña enorme y gorda, y que "se estaba desarrollando" a pesar de tener 6 meses (aunque no tengo idea si de verdad tenía esa edad o más). Toda esas cosas inexplicables gravitaban en mí y me hacían pensar (pero pensar no es la palabra correcta, creo que de niña una no piensa sino que únicamente siente) que la vida era una especie de pesadilla inexplicable.
Pasaba largas tardes en la casa de mi abuela. Escuchaba sus historias y cuando se dormía (que sucedía siempre) salía a caminar por la casa: escuchaba el arrullo (tuve que buscar en Google cómo se llamaba ese sonido) de las palomas; revisaba el libro de Aquiles Nazoa del que les hablé en la otra entrada (no crean que fui una niña lectora, solo leía ese libro (Humor y amor de Aquiles Nazoa) y ni siquiera lo leía completo, sólo algunas cosas que me llamaban la atención); inventaba juegos que ya no recuerdo; me asustaba de los fantasmas y sombras que veía o presentía; dormía con mi abuela; etc. Recuerdo un día en el que encontré una rana y la lleve a un tobo que tenía mi abuela en la parte de atrás de la cocina para cuidarla. La rana pasó ahí varios días y luego desapareció. Recuerdo también una gata blanca con negro, fea, con la cual me gustaba jugar un ratito y que apareció muerta un día en uno de los pasillos de las casas vecinas (pero quizás todo esto sea una mentira; tengo tan malos recuerdos de mi infancia).
Mi infancia fue de soledad y silencio, de portentos y extrañeza, de enfermedad y de muerte. Una vez mi tía me llevo a ver en un tanque, que abastecía a un cementerio, a unas ranas (todos sabían de mi afición a los batracios y reptiles). Cuando llegamos, el agua estaba estancada y sucia y las únicas ranas que se veían eran unas muertas que había flotando entre la superficie verde y grumosa. Ranas pálidas, hinchadas y tiesas que de cualquier forma distrajeron mi curiosidad. Otra vez, le pedí prestado el espejo pequeño a mi abuela "para jugar" y empecé a intentar verme el ano. Quería saber simplemente cómo era aquella cosa extraña que tenía y podía tocar pero que nunca había visto. Mi abuela me descubrió y me trató de pervertida y demás; llamó a mi padre, todo fue un desastre. Me acabo de percatar de algo: los sucesos que siento que iban en contra de las normas que me imponían mis padres no puedo recordarlos bien. Mis recuerdos son de los momentos más críticos: mi madre en un autobús diciéndome callada e histéricamente mientras me clavaba sus uñas "quédate quieta, carajita 'el coño"; la primera vez que besé a una chica (mi prima), junto a la relación que se estableció después: relación erótica que yo no entendería sino hasta mucho después; la vergüenza de tantas cosas que quedaron en el olvido y sin nombre.
Siempre he sido un desastre. Cuando estaba en séptimo grado me enamoré de un muchacho un poco achinado (aunque no era chino para nada) y lo perseguí durante tres años. Las muchachas de mi salón me fastidiaban montones hasta que un día las amenacé con un compás. Aprendí a fumar cigarrillos cuando estaba en octavo grado (pero a lo mejor fue en séptimo). Cuando estaba en cuarto año comencé a cortarme con hojillas hasta que el chico con el que salía en ese momento me dijo "bueno, si te mueres igualito que nada, te lloramos tres meses y ya, nos olvidamos de ti". Y bueno, cuántas cosas no podría decir yo sobre este desastre al que cómodamente llamo vida.
Es interesante que, aunque el insomnio no se va ahora tengo algo que hacer con él. Las cosas van mejorando a pesar de todo. Buenas noches, los quiero, un beso.
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