Finalmente pude levantarme.

     Eran las nueve de la noche y yo estaba en la estación Mamera con un ataque de ansiedad terrible. Pasé cinco días tirada en mi cama, sin ganas de comer, ni de hacer el menor movimiento. Mi padre entraba varias veces a preguntarme si quería algo y yo lo veía largo rato, intentando comunicar alguna cosa coherente pero no, nada, estaba vacía, lo único que sentía era un gran peso, un temor aplastante. Alguien tiró una especie de bomba en mi alma. Nada quedó en pie. Este tipo de cosas me suceden a menudo y creo que un día no podre soportarlo. Vi a R. el primer y el tercer día de mi reclusión. Uno de esos días (pero la verdad no podría decir cuál fue) me trató de forma amorosa y comprensiva y el otro me gritó a montones y me dio un par de cachetadas. Luego rogó un poco y por último se masturbó en mi cara. La verdad no sentí nada de asco cuando su semen me llenó los labios y parte del cachete, solamente se agravió mi cansancio y continué inmóvil. La verdad es que le agradezco su intento (retorcido y egoísta) de que yo me levante y continúe viviendo, pero, ¿para qué? "No puedo hablar más que de lo que experimento; ahora bien, en este momento no experimento nada. Todo me parece anulado, todo se halla detenido para mí. Intento no amargarme ni vanagloriarme por ello. «En el transcurso de las numerosas vidas que hemos vividos», se lee en El tesoro de la verdadera Ley, «¡cuántas veces hemos nacido en vano, muerto en vano!»"; "Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿para qué seguir lavándose?". Estos dos extractos son del libro de Cioran que me prestó A., libro al que tengo como una biblia al lado de mi cama y es lo único que me entusiasmaba mientras estuve sumida en la nada. Creo que más joven, de niña, si podía sentir de forma más compleja: recuerdo que, una vez, mis padres, me llevaron a la playa: estuve jugando toda la tarde con las olas, jugaba a que eran enemigos y yo debía derrotarlos chocando contra ellos, unos enemigos imposibles de vencer, pero, por lo mismo, mucho más entretenidos; al finalizar la tarde vi cómo todo oscurecía y el mar cambiaba, se hacía más brusco y mi felicidad de niña, de pronto, se transformó en melancolía; salí del agua, esperé secarme a la vez que jugaba con unas muñecas horrorosas (por mi culpa) y sentía crecer eso en mí como algo nuevo, una transformación desgarradora que yo no comprendía nada pero sentía toda; cuántos presagios no me trajo ese sentimiento ambiguo y extranjero, cuántas desgracias supe que... Pero ahora todo es distinto. La ansiedad o el tedio son mis únicos polos, los lugares por los que se mueve mi sensibilidad. Quería tirarme a los rieles para acabar con tanta zozobra (volviendo al tema), apretaba fuertemente el librito (y mis dientes) que me hizo sentir que tenía a un hermano (así estuviera muerto, así pudiera pensar que soy una idiota) y decía "me lanzo y por fin todo se acabará, ya no más este ahogo en el pecho, estas ganas de salir corriendo, esta sensación de que todo va en picada, de que todo está perdido". El tren tardó montones (pero quién sabe, cuando siento esos horrorosos ataques de ansiedad los minutos y los segundos se alargan de forma terrible) y yo caminaba frenética de un lado a otro, intentando respirar pausadamente, tratando de tranquilizarme.
     Hoy estuve todo el día dando vueltas por las calles de Caracas: caminé desde Capitolio hasta Altamira, observando el quehacer de la gente, distrayéndome con las formas de las copas de los árboles (una vez casi me atropellan por andar en semejante estupidez), pensando en mis fotos (las que tomaré seguro) y recordando a TT., una chica bajitica, de piel morena, hermosa, a la cual traté como basura. Nuestros mejores momentos eran al salir borrachas de algún bar chino del centro, en el que las cervezas eran absurdamente baratas y ponían montones de boleros y salsa brava. Los baños eran una porquería y más de una vez salí con infecciones gracias a ellos. También ese camino extremadamente largo (Capitolio-Plaza Venezuela; Capitolio-Los dos caminos; etc.) que me hacía recorrer sin ganas hasta que le agarré el gusto. Ella ama caminar e hizo que yo, floja empedernida volviera al ruedo. De adolescente caminaba montones también, pero había perdido la maña; si me preguntaran ahora por qué salía a caminar como desquiciada, no podría decir la razón. Todo lo hago como frenética y esa es otra de las causas por las que las personas no creen que yo sufra de depresión (una amiga de A. llegó hasta a decirme "falsa", a mí que lo único que quiero es desentrañar mi verdad (pero no por puro espíritu aventurero, creo que eso, mi verdad, me dará al fin (y Cioran también lo piensa así, aunque un poco distinto) la liberación, el descanso)), pero me lanzó a ese desbarajuste a ver si en el caos encuentro algo a lo que aferrarme. TT. era hosca y terrible, se la pasaba amargada el noventa por ciento del tiempo que estaba conmigo (bueno, imagino que yo contribuía a ese estado de cosas) hasta que llegaba su amiga y nos hacía un chiste que nos sacaba una media sonrisa y podíamos continuar las tres, caminando, sentadas, planeando cómo perder nuestro tiempo, siendo libres. Ay, cómo se extraña tantas veces a las personas que ya no están, a esas épocas que nos parecen doradas aunque no lo hayan sido tanto. Me encuentro con el árbol al que yo siempre le decía que parecía la explosión suspendida de un fuego artificial. A TT. le molestaban muchos de mis comentarios y casi nunca me respondía nada pero creo que esa metáfora le gustó, aunque sea un poquito. Esta era otra de las razones por las que, en el metro, no podía entender cómo era que todavía tenía esa energía frenética y enfermiza que me daba ganas de morir. Todo es tan desconcertante. Mi madre me ve levantarme por la mañana y dice "coño, chica, al fin, inútil, te paraste, ¿qué vas a hacer ahora?", yo la ignoro y pongo agua a calentar para bañarme (al final no seguí el precepto de Cioran, aunque es totalmente válido) (en mi casa el agua viene cada dos semanas o a veces hasta tres (como ésta)). Veo un programa tonto en la televisión, como una tontería y cuando el agua está lista me baño y salgo. De regreso en la noche, con la cara demacrada y a punto de quebrarme mi madre me recibe con un "bueno qué, estabas puteando, de seguro, no joda, que webo tú". No la entiendo, ¿por qué es así?, ¿qué le hice? Nada, no le he hecho nada y sin embargo debo soportar todas sus marramucias. La odio. Odio a mi padre también, por débil y sumiso. Odio los días que me llegan sin yo haberlos pedido y que me serán arrebatados de la misma forma. En fin, odio la vida que me tocó en suerte. Me parece que es suficiente. Son las una y cuarenta y cuatro de la mañana. No, no tengo nada de sueño. Ay, tanto que falta para la mañana, tanto que debo aguantar mi soledad. Adiós, un beso. 

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