Releo las entradas del blog y vuelve a atacarme un asco profundo. Me veo caricaturizada, una especie de dibujo mal trazado de mí misma. Ay, si ustedes supieran... les juro que intento ser sincera, desnudarme por completo, no ser vana. ¿Y a qué viene tanto rigor?, pues, ¿qué otra cosa podemos hacer sino ser rigurosos con nosotros mismos, denunciar nuestras mezquindades, estar siempre alerta ante la vanidad de creernos perfectos? Mi psicólogo dice que está bien ser autocríticos pero que la visión que tengo de mí misma no es saludable, que debo reconocer mis fortalezas, aceptarme plenamente. Y pues, permítanme que me ría de esos consejos: ¿cómo alguien como yo, con tantos y tales defectos puede si quiera aceptar alguna mezquina "virtud" y aplaudirla como una completa sonsa? No me rebajaré aún más, de eso estoy segura. Aceptarse está bien para los idiotas, para esos borregos estúpidos que caminan de aquí para allá y de allá para acá en todas las ciudades del mundo. No le digo nada de esto a la psicólogo, sonrío políticamente y acepto sus consejos de forma superficial. No importa, la verdad, nada de esto importa. Cuando estoy en esas citas, a las que intento llegar lo más puntual posible, me entretengo en ver pasar el tiempo mientras "hago algo", "!Felicidades, hija, te ves mejor!", "sí, está madurando, qué bueno, toda una mujer", y yo sonrío y acepto y los dejo hacer, les dejo creer que intento, seriamente, enderezarme, pero no, nada más me entretengo, me entretengo como quien se queda largo rato sentado en un parque meditando en cosas vagas, escuchando su rumor profundo; yo solamente quiero que me dejen en paz. ¿Por qué querría yo encajar? Los "encajados" que conozco son todos unos imbéciles.
Cuando estaba en el liceo había un muchacho al que llamaban M. (¿será que ya repetí esta letra?, mi memoria es una porquería, se los juro). Era alto, de hombros anchos y encorvado. No podríamos decir que era gordo, pero tampoco era flaco... simplemente era grande. Todos molestaban a M., se burlaban de él y lo tenían como una especie de payaso (un muchacho le pidió una vez que le amarrara los zapatos (obviamente con malicia) y, de la manera más sumisa y repugnante le anudo las trenzas mientras mi compañero sonreía de forma satisfecha y malvada). Yo intenté ser su amiga. Hablaba con él de la forma más sincera que puede hacerlo una chica de catorce o quince años, lo acompañaba a su casa y hacía con él los trabajos (lo poco que hacíamos, la verdad es que los dos éramos unos terribles estudiantes). Sus padres me detestaban, creían (y quizás tenían razón), que yo corrompería a su querido querubín y eso ellos no podían permitirlo. Me hicieron la guerra en conjunto con casi todas las madres de ese liceo de mimados clase media engreídos (nada más por el hecho de que "su liceo" cobraba una mensualidad más alta que los demás y era pulcro como una botella recién lavada). Todavía me consigo alguna que otra vez a esas señoras que siempre te miran sonriendo y te preguntan en tono meloso "¿Tú eres Karina, verdad?" y yo sonrío también aunque podría matarlas. Finalmente me alejé de M. Él se convirtió, para satisfacción y alivio de sus padres, en el perro faldero de un grupo de nerdos que se creían populares y aguantaba de forma estoica todas las burlas y desplantes que ellos querían infringirle. Recordarlo (a M.) me produce cantidades gigantes de lástima: fue metalero, rapero, satánico, testigo de Jehová, y todos los estilos que se les puedan ocurrir. Terminó casándose a las veintitrés años con una mujer controladora e igual de vacua que él. Al verme en la calle se hace el desentendido y yo ni siquiera intento hablarle, sé que ya todo está perdido.
No puedo entenderlo: saliendo de mi adolescencia, todos querían comerse el mundo, todos creían que llegarían a hacer grandes cosas (¿o será que todo era una ilusión mía, soñadora empedernida y energúmena inadaptable?) y ahora, los veo por las calles y son los pálidos reflejos de lo que pudieron llegar a ser. Todos aceptaron un destino impuesto sobre ellos, una vida hecha en la que el esfuerzo es mínimo. Al final todos adoran la comodidad (yo también, no se pongan a creer en pajaritos preñados). Aunque, pensándolo bien, ¿por qué soy yo diferente a ellos?, ¿qué he hecho yo con mi vida, a parte de desperdiciarla a raudales? Nada. Quizás esta enfermedad que no me deja quieta (no, no me refiero ni al insomnio ni a las jaquecas), este fracaso entendido y aceptado de antemano. Mi implacable sinceridad. Ellos son unos mentirosos tristes: llevan una vida igual de miserable que la mía (quizás peor, yo por lo menos me revuelco e intento pelear de forma histérica), una vida de dolores sordos y persistentes que palían fácilmente (y todos para ellos es fácil, es el deber ser tal comodidad en los actos) en reuniones multitudinarias, la vorágine del consumo, en el opio del pueblo (que es la televisión, o eso me dijo A.).
Tienen ustedes razón, estoy llena de rencor. ¿Pero quién que no sea un fantoche puede aceptar con tranquilidad tanta injusticia y tontería? A. me hablaba de un libro que estaba leyendo Abaddón el exterminador; dice que su autor propone que detrás de toda esa superficialidad superficial (palabras de A.) existe un terrible Mal encarnado, unos monstruos que terminarán por devorarnos a todos. Yo le creo a ese señor, aunque quién sabe, no he vivido en otra época, pero ésta... Vivir se transforma en algo horroroso y sin sentido. Yo quiero un sentido para mi vida, yo lucho por uno e intento no detenerme. Bueno, como decía mi abuela: "que Dios nos salve". Buenas noches.
Comentarios
Publicar un comentario