Bufonadas.

     ¿Por qué preferir este blog anónimo a mostrarme en la cámara como ahora todo el mundo hace? Podría perfectamente gritar, salir saltando... Quizás todo tenga que ver con mi búsqueda de paz interior. Esa es la causa de que mi blog no tenga ningún color, que sea lo más simple posible: odio las ferias, los excesos, las multitudes. Voy caminando y en una tienda veo una blusa que a primeras me parece hermosa, luego, al detallarla mejor, me doy cuenta de que tiene demasiados adornos, maldigo y me voy. Cuando estuvo de moda el MySpace moría de rabia viendo ese montón de gifs con escarcha y contrastes de colores. Mis amigos enloquecían con esos pastiches asquerosos, me preguntaban que por qué no tenía yo uno y mi malhumor contestaba: "¡para qué quiero yo eso!" "Moda de imbéciles" repetía en mi cabeza. Internet tienes millones y millones de archivos anónimos, un mar en el que se pierde nuestra individualidad: yo, mis palabras, mis gestos, pertenecen a esa clase de gritos en el vacío. Porque gritar en una multitud es lo mismo que gritar en una ciudad desierta: nadie entenderá, las cosas seguirán siendo iguales. Entonces yo, orgullosa, sin mostrarme demasiado, como quien no quiere la cosa, lanzo esta botella a la deriva esperando una respuesta. No quiero adornos ni florituras, y si consideran que los hay, estén seguros de que son un error: error de no manejar bien la escritura, de no pensarme correctamente, de no sentirme correctamente. Por eso les dije anteriormente que todo lo que había dicho era mentira, no encuentro la verdad, no sé cómo hacer que estas palabras tengan el peso necesario, el balance exacto que permita que y yo nos entendamos. O al menos que ustedes me entiendan a mí. Es lo mismo, de cualquier manera. Escribir es un diálogo, uno mucho más efectivo que el que se da día a día con nuestros semejantes. Lo digo porque cara a cara las personas tienden a malinterpretarte (aunque, de todos modos, aquí también); digo A y ellos (ustedes) entienden Z, es un problema de nunca acabar. Por lo menos en el texto tenemos tiempo. Entonces un texto como una amistad profunda; un texto que sea como caminar largo rato sin decirse nada, o quizás bromeando y haciendo el ridículo juntos; un texto en el que las cosas más importantes no sé digan (lo más probablemente por pudor) pero no queden de lado. Ya sé que todo eso es imposible dadas mis facultades, pero debemos intentar. De cualquier forma esas cosas no salen de forma consciente, nadie entabla una relación con otra persona porque quiere: claro, puede haber la voluntad de una de las partes, pero no es suficiente. Pienso demasiado (ese es mi mal), y de esa manera nada puede surgir, sin esa espontaneidad todo es artificio, hipocresía. Debe ser esa la razón por la que escribo y no corrijo... pero todo esto debe ser un malentendido. ¿No es acaso de eso de lo que me estoy quejando, de ese montón de paja en la que se ahoga el trigo? Finalmente dar un paso (uno tuyo, verdadero) es un acto casi imposible, y todo a causa del miedo. Miedo de no saber qué se va a pisar (podríamos pisar el vacío y perdernos para siempre), cuándo hacerlo, por qué. Pero tantear tampoco es suficiente, se necesita coraje. Y a mí me falta. No importa. Estoy segura de que, a pesar de todas mis aprensiones, estoy cayendo.
     Llevaba días sin encontrarme con R. No me había llamado y yo no me sentía tan necesitada como para implorar su compañía. Caminando por el centro, de repente, siento que alguien me llama. "Esa vocecita" me dije. Volteé y ahí estaba. Sonreía. Me preguntó que para dónde iba y mintiéndole dije que mi madre me estaba esperando para comprar ropa. Dijo que me acompañaría. Dije que no. Suplicó. Acepté. Al final de la tarde me invitó a beber cervezas a unos chinos. "Una nada más" mentí. Habló de forma frenética todo el rato que estuvimos en el restaurante de cosas que no recuerdo. Mientras tanto yo miraba fijamente una pantalla en la que salía Chino (algo irónico si nos ponemos a ver) seduciendo a una modelo y viviendo en un mundo de luces de neón y música vomitiva. Entré al baño. Era la tercera cerveza y las cosas ya se sentían como una especie de sueño. No por eso dejé de percatarme de toda la porquería que había en cada uno de los rincones. Recordé los baños de carretera en los que me tocaba orinar cuando salíamos de viaje. Me extrañé por lo persistentes que pueden ser ciertas emociones. Salí. R. estaba pagando. Sonreía nuevamente (esta vez de forma un poco más pronunciada, lo que a mí no dejaba de darme un poco de miedo). Salimos. Encendimos un cigarro. Mi incomodidad se había convertido en náuseas. "Adiós", le dije. Me miró con teatralidad: ¡cómo, ¿ya me iba?! Sí. La calle sucia y solitaria me daba aun más ganas de salir corriendo. "Adiós pues", me dijo con sorna. Suspiré.
     Ya en mi casa me eché a llorar. ¡Qué hijo de puta! ¡Cómo se atrevía ese descarado a saludarme! Siempre era lo mismo. Desaparecía por días y luego, sin previo aviso, quería verme. Me siento enferma. Mis tics saltan como locos. Y yo tan arrastrada. Idiota. Idiota y arrastrada. Sí, seguramente terminaré suicidándome. No puedo soportarlo. Otro intento de suicidio (espero que no quede como intento). Desamparada y cómica. Sí, eso es lo que soy: una payasa, hago bufonadas y entretengo a algún dios aburrido y senil.
     Adiós.

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