Me he dado cuenta de algo: escribir es un trabajo. Siento si la afirmación que hago es muy obvia, nunca se me había presentado de tal manera la certeza de que para crear se necesita un esfuerzo. Saben, yo empecé esto como un medio de escaparme de mí misma, de no pensarme. Quería olvidar que P. estaba en el mundo, que tenía que tomar partido. Tenía la extraña idea de que podría correr para siempre, de que nunca me cansaría. Después de la muerte de mi abuela me doy cuenta de que todo eso es absurdo; debo vivir afrontando cada día, haciendo algo con él. Y es verdad, nadie pide vivir, ¿pero acaso podría ser de otra forma? No estoy hablando de suicidio, lo que quiero decir es que es inevitable haber existido. ¿Y ahora qué? Estoy parada frente a frente con el mayor de mis miedos. He perdido la inocencia. Estoy paralizada. ¡Qué alguien me ayude!, me gustaría gritar. Y no. Debo escoger sola. ¿Amasaré entonces las palabras? ¿Las trabajaré? ¿Podré darles forma? Intentaré. Es la única respuesta que no me parece hipócrita, la única que encaja con mi ánimo veleidoso, con esa personalidad voluble que ha sido mi maldición.
¿Qué puedo decirles yo que sea una verdad resonante como una campana? Todo lo que he dicho hasta ahora es mentira. No se molesten, no es mi intención. Intento, me peleo, convertida en una furia escarbo en mi cabeza pero nunca consigo los huesos. Hay algo pútrido en mí. Lo sé por mis sueños, por mis miedos. Anoche soñé que estaba en una habitación de hotel con mi familia. Llegamos ahí por razones desconocidas; razones ominosas en cualquier caso. Sabíamos que había alguien que quería asesinarnos. Seguros de que era el dueño del hotel, cuando llegaron los mucamos (que eran en realidad una especie de mensajeros) mi padre los asesinó, los picó en pedazos y los metió en una trampilla que estaba frente a la puerta. Pero ésto en realidad no importaba: había una cámara frente a la puerta, ellos sabían lo que habíamos hecho, simplemente estaban jugando con nosotros. La habitación se sentía sofocante por sí sola y todos estábamos perdiendo los estribos. Yo le reclamaba a mi padre, le decía que tenía que hacer algo, que si no los hubiera asesinado quizás nos hubieran dejado en paz. Sentía cómo nos observaban (aunque quizás todo era producto de mi imaginación, quizás no habría nadie detrás de la cámara) y no podía evitar pensar y desviar la mirada a donde estaban enterrados los tres hombres. Volvieron a tocar la puerta: decididos a defendernos como pudiéramos, abrimos finalmente: era solo otro sirviente preguntando si todo estaba bien, si necesitábamos algo. ¡Era seguro, jugaban con nuestras cabezas! La iluminación de la habitación era incómoda (no se podía decir que era oscura o demasiado luminosa, simplemente había algo que no encajaba). Les pregunté a mis padres qué harían... Desperté. Me levanté, tomé agua, apagué las luces que había dejado encendidas. Todo esto con la sensación de haber asistido a algo terrible. Un ritual de alcances desconocidos había tenido lugar en mí.
De cualquier forma el sueño no fue así. Faltan partes; y las que logro recordar están deformadas. Las palabras (las mías) malogran lo que intento atrapar. Intento que me entiendan. Estoy desesperada. Llevo un mes con una especie de tics en varias partes de la cara. ¡Qué puedo hacer! No encuentro lo que está mal: volteo para un lado y para el otro sin encontrar nada. Lo pútrido está siempre a mis espaldas: se ríe de mi ingenuidad, de mis ganas de salvarme. Quiere matarme. Quiere que yo me mate, que no lo soporte más y termine aplastada por un tren. O cortándome el cuello. Tengo esta esperanza: que me entiendan, que me ayuden. Pero la denuncia de mis demonios sólo ha logrado que empeoren, que se revelen. No cederán tan fácil. Saben que les he declarado la guerra, que los busco con ahínco. Sí, me volverán loca, pero pelearé. No importan los malditos dolores de cabeza, ni el desaliento, tampoco las burlas. ¿Pero y si ellos tienen razón y debería callarme?
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