(Entrada perteneciente al 22/07/2018).
Releyendo las cosas que he escrito me asalta de idea de que hay tanta gente que habla como yo y son, sin embargo, unos imbéciles. Quiero decir, no es que yo no me considere una imbécil total, pero, se supone que toda esto es para darme una forma, para convertirme en alguien de diferencias marcadas, ser y sentirme individual; sin embargo, me he dado cuenta de que todas las cosas que digo las dice en realidad todo el mundo, que lo que yo creo que es mi pensamiento más íntimo y original es simplemente la copia de tantos otros tontos… Tanto camino andado y de repente me encuentro que he estado dando vueltas (que estoy en el mismo lugar). No hay diferencia entre los que desprecio y yo misma. No tengo derecho a burlarme de ellos, de quejarme y de intentar dejarlos en ridículo. No tienen sentido ninguno de mis intentos. ¿Por qué será que siempre me ataca la sensación del absurdo total?
Pero podría ser que los otros mintieran y fingieran, que las cosas que dicen son las que se tienen que decir. Puede ser eso. He visto muchas veces a los idiotas fingir porque eso les traería beneficios. Yo, por mi parte, intento no fingir nunca. Claro, esto es una empresa de locos: siempre estamos fingiendo, hasta para nosotros mismos; por eso ando atenta a cada uno de mis pasos, por eso no dejo nunca de vigilarme. Quiero descubrir quién soy, quiero lograr no pertenecer a la masa que tanto desprecio. Ah, sí, soy orgullosa, más que orgullosa soberbia, pero en pueblo de ciegos…
Hace unos días (creo que hace una semana, pero no estoy segura) íbamos en el carro de mis padres a no sé dónde cuando vimos que había un autobús justo en el medio de la calle y que las personas señalaban y miraban. Al pasar por su lado, nos dimos cuenta de que habían atropellado a alguien: una moto medio destrozada estaba casi debajo del autobús y el motorizado estaba sentado en la orilla de la calle gimiendo. Muchas veces, en expediciones morbosas por internet, me he dado cuenta de que las personas en verdad no hacen mucho escándalo al sufrir dolores inmensos: un hombre le rebanan la piel del pecho y sólo solloza bajito pidiendo a su mamá; otro le caen a machetazos (le cortan primero los brazos, luego las piernas, etcétera) y ni siquiera dice Ah; un tercero le piden que diga sus últimas palabras y habla con voz casi normal, como si no creyera mucho que va a morir en el instante siguiente de una manera horrenda (le cortan la cabeza). Podría seguir todo el rato, pero ya tengo mi punto: ese sopor del que se llenan los humanos ante la muerte inminente, ante el dolor indescriptible, me parece más nauseabundo y repelente que todos los gritos de todas las películas que he visto intentando plasmar ese instante. Bueno, me estoy desviando. Les decía: el motorizado sentado en la orilla de la calle tenía la pierna destrozada: abierta y molida, con pedazos de huesos (imagino que eso era lo blanco que se veía en muchas partes) y un charco de sangre que (de nuevo, sorprendentemente) no era muy grande. Al vernos, el hombre nos llamó pidiendo que lo lleváramos al hospital. Ese pobre hombre no se daba cuenta en verdad de lo que estaba sucediendo: para moverlo hacía falta una ambulancia, sino, seguro que se desangraría. Mientras mi familia hablaba sobre lo horrible que había sido la experiencia y mi madre preguntaba que qué le había pasado porque ella no había visto bien yo me sumía en pensamientos amargos: “ese hombre perderá la pierna”; “podría salvarla quizás en otro país…, pero no, estaba completamente destrozada”; “es posible que muera con las condiciones de los hospitales…”. Lo oía en mi cabeza una y otra vez “causa, llévame pa’l hospital” y me sentía culpable por no poder hacer nada por él.
Siempre he sido una cobarde. Los cuentos de muerte me dan náusea y puedo desmayarme si son muy insistentes. Una vez, cuando estaba pequeña, me llevaron a la sanidad para vacunarme: a la primera salí corriendo y cuando lograron volverme a meter casi me desmayo al salir. Ese tipo de historias siempre me dejan mal por días. La novia de A. me contaba que por su casa se escuchan a veces gritos de personas (de nuevo, esa especie de gritos que no creen mucho en sí mismos) que estaban linchando: el lamento (que por otra parte fue pura narración) de “ay ay ay mi pecho” resonó en todo mi cuerpo al menos por una semana. También cuando me contó que a un hombre le cayó una cabilla desde un edificio en construcción (pensar que caminas tranquilamente a tu casa o a ver algo interesante y al instante siguiente estás atravesado y a punto de morir sin remedio). Este recuento maldito tiene la intención de deshacerme de toda esa basura. A. me dice que al escribir nos liberamos de un montón de cosas, consciente en inconscientemente. Le haré caso. La peor de todas esas historias fue una vez que estaba fumando en la UCV: un muchacho mega extraño empieza a hablar de suicidios (estábamos bromeando con tirarnos de un balcón) y cuenta sus experiencias en el metro. La primera era la de un hombre que tenía a su lado y se lanzó sin aviso alguno. El tren lo aplastó (“se escucharon un montón de crujidos”) y cuando terminó de pasar el tipo gritaba “¡ayuda, ayuda, quedé vivo!” (Pero es obvio que murió). La segunda fue una chica que estaba en el andén del frente: estaba llorando y lo veía fijamente hasta que llegó el metro… “La volvió mierda” me dice con una especie de placer que empeora mi malestar, “se veía un pie picado”. Después de eso le tuve que pedir que se callara.
Releyendo las cosas que he escrito me asalta de idea de que hay tanta gente que habla como yo y son, sin embargo, unos imbéciles. Quiero decir, no es que yo no me considere una imbécil total, pero, se supone que toda esto es para darme una forma, para convertirme en alguien de diferencias marcadas, ser y sentirme individual; sin embargo, me he dado cuenta de que todas las cosas que digo las dice en realidad todo el mundo, que lo que yo creo que es mi pensamiento más íntimo y original es simplemente la copia de tantos otros tontos… Tanto camino andado y de repente me encuentro que he estado dando vueltas (que estoy en el mismo lugar). No hay diferencia entre los que desprecio y yo misma. No tengo derecho a burlarme de ellos, de quejarme y de intentar dejarlos en ridículo. No tienen sentido ninguno de mis intentos. ¿Por qué será que siempre me ataca la sensación del absurdo total?
Pero podría ser que los otros mintieran y fingieran, que las cosas que dicen son las que se tienen que decir. Puede ser eso. He visto muchas veces a los idiotas fingir porque eso les traería beneficios. Yo, por mi parte, intento no fingir nunca. Claro, esto es una empresa de locos: siempre estamos fingiendo, hasta para nosotros mismos; por eso ando atenta a cada uno de mis pasos, por eso no dejo nunca de vigilarme. Quiero descubrir quién soy, quiero lograr no pertenecer a la masa que tanto desprecio. Ah, sí, soy orgullosa, más que orgullosa soberbia, pero en pueblo de ciegos…
Hace unos días (creo que hace una semana, pero no estoy segura) íbamos en el carro de mis padres a no sé dónde cuando vimos que había un autobús justo en el medio de la calle y que las personas señalaban y miraban. Al pasar por su lado, nos dimos cuenta de que habían atropellado a alguien: una moto medio destrozada estaba casi debajo del autobús y el motorizado estaba sentado en la orilla de la calle gimiendo. Muchas veces, en expediciones morbosas por internet, me he dado cuenta de que las personas en verdad no hacen mucho escándalo al sufrir dolores inmensos: un hombre le rebanan la piel del pecho y sólo solloza bajito pidiendo a su mamá; otro le caen a machetazos (le cortan primero los brazos, luego las piernas, etcétera) y ni siquiera dice Ah; un tercero le piden que diga sus últimas palabras y habla con voz casi normal, como si no creyera mucho que va a morir en el instante siguiente de una manera horrenda (le cortan la cabeza). Podría seguir todo el rato, pero ya tengo mi punto: ese sopor del que se llenan los humanos ante la muerte inminente, ante el dolor indescriptible, me parece más nauseabundo y repelente que todos los gritos de todas las películas que he visto intentando plasmar ese instante. Bueno, me estoy desviando. Les decía: el motorizado sentado en la orilla de la calle tenía la pierna destrozada: abierta y molida, con pedazos de huesos (imagino que eso era lo blanco que se veía en muchas partes) y un charco de sangre que (de nuevo, sorprendentemente) no era muy grande. Al vernos, el hombre nos llamó pidiendo que lo lleváramos al hospital. Ese pobre hombre no se daba cuenta en verdad de lo que estaba sucediendo: para moverlo hacía falta una ambulancia, sino, seguro que se desangraría. Mientras mi familia hablaba sobre lo horrible que había sido la experiencia y mi madre preguntaba que qué le había pasado porque ella no había visto bien yo me sumía en pensamientos amargos: “ese hombre perderá la pierna”; “podría salvarla quizás en otro país…, pero no, estaba completamente destrozada”; “es posible que muera con las condiciones de los hospitales…”. Lo oía en mi cabeza una y otra vez “causa, llévame pa’l hospital” y me sentía culpable por no poder hacer nada por él.
Siempre he sido una cobarde. Los cuentos de muerte me dan náusea y puedo desmayarme si son muy insistentes. Una vez, cuando estaba pequeña, me llevaron a la sanidad para vacunarme: a la primera salí corriendo y cuando lograron volverme a meter casi me desmayo al salir. Ese tipo de historias siempre me dejan mal por días. La novia de A. me contaba que por su casa se escuchan a veces gritos de personas (de nuevo, esa especie de gritos que no creen mucho en sí mismos) que estaban linchando: el lamento (que por otra parte fue pura narración) de “ay ay ay mi pecho” resonó en todo mi cuerpo al menos por una semana. También cuando me contó que a un hombre le cayó una cabilla desde un edificio en construcción (pensar que caminas tranquilamente a tu casa o a ver algo interesante y al instante siguiente estás atravesado y a punto de morir sin remedio). Este recuento maldito tiene la intención de deshacerme de toda esa basura. A. me dice que al escribir nos liberamos de un montón de cosas, consciente en inconscientemente. Le haré caso. La peor de todas esas historias fue una vez que estaba fumando en la UCV: un muchacho mega extraño empieza a hablar de suicidios (estábamos bromeando con tirarnos de un balcón) y cuenta sus experiencias en el metro. La primera era la de un hombre que tenía a su lado y se lanzó sin aviso alguno. El tren lo aplastó (“se escucharon un montón de crujidos”) y cuando terminó de pasar el tipo gritaba “¡ayuda, ayuda, quedé vivo!” (Pero es obvio que murió). La segunda fue una chica que estaba en el andén del frente: estaba llorando y lo veía fijamente hasta que llegó el metro… “La volvió mierda” me dice con una especie de placer que empeora mi malestar, “se veía un pie picado”. Después de eso le tuve que pedir que se callara.
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